Apuntes para unas estampas madrileñas XVII
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Pósits de despedida en la fachada de El Comercial.
Adiós al Comercial
En los últimos meses he asistido al cierre o remodelación de tres cafés que frecuenté cuando iba a establecimientos públicos: el Dindurra, del Paseo Begoña de Gijón; el Montesol, del Paseo Vara del Rey de Ibiza; y el Comercial, de la madrileña Glorieta de Bilbao. Tres que en realidad son cuatro si sumamos el Parnasillo de la Calle de San Andrés de Malasaña, clausurado hace unos días. No cabe duda, el de los cafés a la usanza finisecular decimonónica, con tertulias de conspiradores contra el gobierno reaccionario y cerillera atendiendo los lavabos, también es un modelo de negocio agotado.
Lo que se estila ahora son las modernas franquicias de las multinacionales y los cafés que intentan rehabilitarse acaban convertidos en híbridos despersonalizados. Pierden ese encanto, que prolongó su larga vida desde finales del siglo XIX hasta bien entrado nuestro nefasto siglo XXI, como perdieron sus puertas giratorias en aras de las automáticas. De bien poco les sirve poner wifi y abrir páginas en Facebook. Incluso resulta chocante implantar semejantes modernismos en lugares tan a la antigua. El Dindurra ha revestido de dorados su tradicional Art Déco y a no pocos de sus clientes de toda la vida les parece una verbena.
Esta vez sí, el tiempo de los cafés ha pasado de forma inexorable. Y digo "esta vez sí" porque su agonía se ha prolongado durante décadas. Recuerdo un programa de la televisión de los primeros años 70 de título elocuente, El último café, donde ya se aludía al cierre inevitable de estos negocios. Aquéllos, los de los 60 y los 70, eran los días de las cafeterías. Sucesoras de los cafés en el paisaje urbano, a mí me tocan mucho más de cerca pues, en mi feliz infancia, mi madre me llevaba a comer y a merendar a ellas.
Y a finales de los 70, cuando los jóvenes de entonces ya habíamos descubierto los bares de rock & roll, los cafés conocieron un nuevo auge dentro de cierto interés por el decadentismo de algunos sectores de esa misma juventud. Fue entonces cuando abrieron en Malasaña El Café Ruiz, La Manuela, El Café del Foro o El Parnasillo. Por lo común, no fueron lugares que frecuentara mucho. Se me quedaban tan lejanos como la poesía de Antonio Machado, cuyos versos parecían gravitar en el ambiente. Sumada esa sensación al jazz -que yo entonces no entendía- que sin excusa integraba su banda sonora, los cafés nunca acabaron de ser de mi agrado. Me parecían algo espurio, muy adecuado para aquellos que reivindicaban el carajillo -café con coñac- y otras combinaciones autóctonas frente a los cubalibres, un dogma de fe para mí en aquella época.
Sin embargo, el Comercial habría de ocupar un lugar importantísimo en mi vida. Vengo por tanto a lamentar aquí su cierre como todos aquellos que, en esa intervención colectiva y anónima, están dejando en su fachada un pósit de despedida.
Antiguo, decadente y todo lo que se quiera, este café fue, por encima de cualquier otra cosa, un punto de encuentro -que se dice ahora- en la Glorieta de Bilbao. Tan era así que sus responsables acabaron por poner un pequeño enrejado en la repisa interior, que había tras las cristaleras, para que la gente no se sentara a esperar allí.
Aunque nunca me fue un sitio agradable -su universo se me antojaba como de posguerra-, fue el comienzo de decenas de noches inolvidables en Malasaña. Recuerdo que me citaba allí con mi buen amigo Enrique Urquijo. Cuando las chicas le preguntaban si era él, contestaba que no, que era otro, dejando a la muchacha confundida. También recuerdo otra ocasión que, estando junto a un destacado fotógrafo de aquella época, nos pidió la documentación la policía. Y recuerdo a un compañero de mis días de cortometrajista. El tipo quería ser actor. A la espera de la ansiada oportunidad se empleó allí de camarero. Supongo que sería uno de los que el pasado 27 de julio, cuando los propietarios les comunicaron el cierre sin ningún aviso previo, supo que estaba en la calle.
Pero sobre todo recuerdo que fue en el Comercial donde, hace por estas fechas veinticinco años, una noche me presentaron a mi esposa. No nos hemos separado desde entonces. Por eso, al volver ahora la vista sobre aquel viejo café, vengo a evocar agradecido toda la dicha que me procuró. El pasado 27 de julio también echaron el cierre a una parte de mi vida.
Publicado el 18 de septiembre de 2015 a las 13:45.